domingo, 11 de diciembre de 2011

INTERCAMBIO MACABRO

Salí de la morgue judicial portando la cajita con los efectos personales de mi hija. “Sólo esto me queda, ¡pobre Anita! La Jueza Smarck dictaminó: Muerte accidental y cerró el caso –pensé- ¡la asesinaron y no podré demostrarlo! ¿Su crimen quedará impune?”

Meses después internaron a mi desdichada esposa en un instituto psiquiátrico; nunca la visité, no soportaba verla en ese estado. El mundo –mi mundo- parecía derrumbaren; sin embargo, ciertos acontecimientos trágicos me alejaron de la depresión. Como Jefe de la División Homicidios debí enfrentar un asunto insoluble; mis treinta años de experiencia profesional claudicaban ante la sagacidad y el ingenio del “asesino de los pendientes”.
¡Ocho mujeres degolladas! La primera tenía un aro vulgar, el otro era una luna de oro. Todas fueron “heredando” uno del cadáver anterior. Ese intercambio macabro constituía un juego siniestro, concebido por una mente desquiciada, satánicamente brillante.
Dos días antes, al atardecer, ultimaron en la escalinata de la catedral –lugar muy concurrido- a la hija del Senador Barry, exitoso político y empresario. Por extraña coincidencia, no hubo testigos.
“El delincuente –colegí- maneja con asombrosa precisión tiempos y espacios”.
Los titulares de la prensa endurecían sus críticas: “Hay que hallar al culpable, este crimen aberrante no debe quedar impune”. “Éste –me dije con amargura- ¿y aquél…?
Al recibir la llamada presentí el final: llegaba el momento de detener al canalla.
-Para evitar oídos indiscretos di asueto al personal, –gruñó la doctora Smarck al recibirme-. ¡Atrápelo, Capitán! El poder no perdonará un fracaso, debemos hacer justicia.
-Así será, no lo dude. ¿Ve este arete tan bonito? El de la luna… era de Anita.
-¡Dios mío… el otro tiene sangre! –Dijo aterrada al examinarlos.
De un salto me ubiqué tras ella, la tomé por los cabellos y deslicé la daga por su garganta. Reemplacé un pendiente suyo por el de la joven Barry y contemplé la escena... ¡Sangre y sangre por doquier!
-¡Usía, al fin triunfó la justicia! –grité-. Ahora mi hija podrá descansar en paz.
Parpadeé estupefacto al ver el arma en mis manos ensangrentadas…
¡Acababa de descubrir al monstruo!
-Ahora –dije, con rabia-… ¡Y cercené la carótida del maldito!

Nemesio Martín Román

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