martes, 16 de marzo de 2010

NARRACIONES CONFIDENCIALES



NARRACIONES CONFIDENCIALES



NEMESIO MARTÍN ROMÁN
Arias, Córdoba
, República Argentina 2009 - 2010
Serie de cuentos, en elaboración, pendientes de correcciones.

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http://www.ariense.blogspot.com/ (Narraciones confidenciales, en elaboración).


http://www.hijodeituero.blogspot.com/ (Borrón… y cuentos nuevos, libro completo, 40 cuentos, Editora del Carmen, junio 2009).





       

Sitios Web:




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Miembro activo de REMES (Red Mundial de Escritores en Español)




Respecto al presente material

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Respecto al presente material

Estas obras fueron gestadas desde fines del año 2009 en adelante. Muchas pertenecen a la ficción, producto de la imaginación un tanto alocada del autor, otras, en cambio, se corresponden con hechos y personajes reales, que pueden estar identificados o no, conforme al criterio de su hacedor.
Se agrupan previendo una eventual edición, cuando su cantidad lo justifique y las circunstancias económicas sean favorables.
A los estimados lectores, muchas gracias por la perseverancia demostrada al escoger mis modestos trabajos y la buena disposición que seguramente –estimo- dispensarán a este nuevo emprendimiento.

Nemesio Martín Román

Arias, 2010-03-04

Designios


Omnipotente, fiel a su designio natural, el macho conquistó entre jadeos la placentera cumbre del orgasmo.
Apretado, el criminal abrazo. La antropófaga boca, voraz, insaciable, lo engulló.
Satisfecho el apetito sexual, la viuda negra cumplía también su natural designio.

Arias, Córdoba, República Argentina. 08-03-2010 16:55Hs.

El diario del Orate

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En mi larga trayectoria profesional he visto y oído cosas rarísimas, asombrosas; pero ninguna con ribetes tan extraños como la siguiente.
Según apreciarán los amables lectores, agregué esta página al diario íntimo de un extraño y a la vez risueño personaje. El presente párrafo cumple con la misión de introducirlos en el tema. Deberán leer con atención el diario, para acceder después a la exposición de mi teoría y conclusión final –si consigo esbozarlas-; y así, sólo así, quedará dilucidado el enigmático caso.
Disfruten de la historia, es mi mayor deseo… Doctor Brauer.

Aunque me exprimo el cerebro ignoro quién soy y de dónde vengo. Descubrí de repente mi existencia, en medio de la nada; en pleno corazón de la cordillera, inmerso en un pequeño y magnífico valle, rodeado de altos e imponentes cerros. A poco de “revivir” sentí, como le debe suceder a toda criatura, un malestar imposible de definir, algo se agitaba en mi interior, una creciente sensación de ansiedad… El instinto animal me hizo comprender todo sin necesidad de maestros o explicaciones, me hostigaba una acuciante necesidad fisiológica. Sí, efectivamente… ¡tenía un hambre atroz!
Las primeras escaramuzas procurando alimentos fueron desastrosas y debí engañar mi atormentado estómago con algunos frutos silvestres, sin evaluar si sería favorable o perjudicial ingerirlos; afortunadamente calmé en parte el apetito sin ulteriores consecuencias.
A poco de iniciadas las exploraciones encontré un objeto rarísimo, inanimado; mucho después lo identifiqué. Se trataba de una nave espacial, aparentemente de otro planeta. Careciendo de pasado y, por consiguiente, exento de recuerdos, en ese momento ignoraba lo relativo a aviones o cualquier aparato mecánico. En realidad, lo ignoraba todo. Al aproximarme receloso, no lo negaré, un sujeto avanzó a mi encuentro. Sobresaltado, di un salto hacia atrás; él, espantado a su vez por mi presencia, hizo lo mismo. Agité los brazos en ademán de saludo para inspirarle confianza y disipar su aprensión. El extraño ser repitió el gesto…
También aprendí esa lección, el “desconocido” era yo, reflejado en la brillante superficie de la nave. Superado el susto, respirando agitado, con el corazón en la boca, inspeccioné los restos; no advertí vestigios de seres vivos o muertos. Más tranquilo, proseguí con la requisa y rescaté ciertos elementos (comprobé mi acierto al determinar sus cualidades); en realidad, para mí, todo era bienvenido… De no tener nada pasé a ser el feliz poseedor de un espejo (aunque roto), varios utensilios de cocina, pedazos de tela, útiles de escribir, recipientes conteniendo líquidos, etc. (tiempo después, recién, supe sus nombres y utilidades).
En sucesivos viajes llevé lo seleccionado hasta un precario refugio; apenas “pusiese en orden mis asuntos” buscaría otro mejor. Al ver los materiales disponibles lloré de emoción. “Ahora debo planificar mi futuro”, pensé. ¡Como si hubiese alguno aguardándome!
Llegó la noche, todo era quietud…
Mientras repasaba los hechos recientes, ansioso por saber más de mí; saboreaba las últimas frutas, respirando tal placentera sensación de paz, lejos del mundo y su ajetreo... De pronto, una serie de rugidos me sacó de esa abstracción. Sin dudar un instante, con sorprendente agilidad, digna de ser envidiada por un simio, me encaramé a una saliente pétrea; allí estaría a resguardo de cualquier peligro. Acerté de plano, en pocos minutos apareció la manada de perros cimarrones, “los moradores de la caverna –supuse-, defenderán con uñas y dientes su cubil, su territorio”. Ladraban y gruñían en forma desaforada, intuían y buscaban a un potencial enemigo para despedazarlo... ¡A mí!
Por causa de la jauría apresuré la mudanza. Ubiqué el sitio ideal, estratégico, entre un grupo de peñascos, a resguardo de vientos y nevadas, y lo fundamental, fácil de defender en caso de ataques de hombres o bestias.
Recogiendo materiales (en su mayoría vegetales) para construir la vivienda, tropecé con una mochila semienterrada al pie de un arbusto espinoso –posiblemente, restos de alguna expedición- y en ella, para mi alegría, un par de libros. Traté de descifrar su contenido y fue imposible, esa noche dormí con los caracteres rondando mi mente. Luego repasé pausadamente cada símbolo impreso, y, de a poco, la comprensión se abrió paso, disipando las tinieblas de mi cerebro y llegué a leer y escribir a la perfección ese idioma hasta entonces desconocido.
Ahí nació la idea de llevar un diario. Al comienzo, en forma espontánea, tomé notas en otro idioma jamás visto, ¿sería mi lengua materna, acaso? Debía investigar el significado de muchas cosas, sus nombres, características, condiciones de uso, etc. Estas páginas las escribí después, al tomar contacto con la civilización, y tener “pleno conocimiento de causa”, podríamos decir.
Retorno a la historia. Sólo una cosa me preocupaba, el temor a agotar el papel. Las hojas estaban en una caja de metal brilloso, y, ¡vaya sorpresa!... Conforme las extraía, se reponían en forma automática; la cajita era, a no dudar, “una fábrica de papel”. Con otros elementos sucedió lo mismo, los lápices recuperaban el tamaño original; las hierbas aromáticas que, según intuí, servían para preparar infusiones de sabor sumamente agradable, parecían no tener fin, lo mismo pasó con la provisión de un polvo muy dulce (similar al azúcar), siempre había.
Hasta un artefacto de forma cilíndrica encerraba su misterio. Oprimí un botón del mismo y surgió una llamita (se apagaba volviendo a pulsar la tecla); con ese “fuego eterno” (sigo sin entender cómo funcionaba), cociné durante mi estadía en las montañas.
Para construir la cabaña me inspiré en las ilustraciones de los libros; quedó bastante parecida. Cerca del lugar escogido para la edificación hallé gran cantidad y variedad de árboles frutales. Me sedujo la idea de innovar y así fue como corté y utilicé ramas de cada uno de ellos (afortunadamente disponía de herramientas rescatadas del siniestro). Los recipientes contenían un líquido de color verdoso y de acuerdo a las instrucciones de los envases (impresas en un dialecto extraño, pero entendible, ¿tal vez mi lengua original?), ofrecían gran resistencia al sol y los agentes climáticos. Tomando en cuenta dichas características decidí mezclarlo con tierra y obtuve una pasta homogénea muy apropiada para sellar las grietas entre los troncos.
Terminada la vivienda disfruté de un verano fabuloso, hasta solía darme el lujo de nadar en un lago de aguas purísimas y, excepcionalmente, remontaba un arroyo, con abundancia de peces, exquisitos, por cierto.
Algo me tuvo intrigadísimo, en diversas oportunidades, al pasar cerca del vehículo espacial, noté cambios sustanciales en él; su aspecto mejoraba a ojos vistas, daba la impresión de estar siendo reparado. Para desentrañar el misterio monté guardia noche y día; perdí el tiempo lastimosamente, si había operarios trabajando, por fuerza “eran invisibles”.
El invierno, crudo, hostil, implacable, me obligó a permanecer encerrado; afortunadamente había tomado mis precauciones y contaba con leña suficiente, además de carne salada y disecada. Tuve la fortuna de cazar algunos cérvidos con trampas, cubrí su carne con una gruesa capa de nieve y se conservó a la perfección. Sin esfuerzo alguno, contaba con una cámara refrigeradora ideal. En dichas trampas cayeron también dos perros cimarrones cachorros, curé sus heridas y los domestiqué. Fueron de suma utilidad; aparte de brindarme compañía, cuidaban la cabaña contra cualquier merodeador. Me encariñé con ellos, a decir verdad nos encariñamos mutuamente, hice dos collares y con un trozo de metal caliente grabé sus nombres en los mismos (inventados, sin significado alguno, desde luego); Guli, un enorme e imponente lobo negro y Benchi, de color pardo oscuro.
Me sentí todo un estudiante, aprovechando al máximo el confinamiento invernal aprendí a leer correctamente y adquirí múltiples conocimientos geográficos, históricos, botánicos, etc.
La mayor sorpresa la tuve al finalizar el invierno. Llegó la época del deshielo, los pájaros alegraban y alborotaban con su canto; un concierto de trinos, gorjeos y arrullos se enseñoreó del valle. La naturaleza invitaba a disfrutar del paisaje, a vivir, a soñar…
Cierta mañana vi una flor diminuta en la pared de la cabaña, observé con detenimiento y encontré varias. ¡No podía ser…! Las ramas llevaban casi un año de cortadas.
Apremiado por la escasez de víveres, debí salir de caza, ya investigaría el asunto…
Olvidado el tema, días después, en un rincón contra el techo divisé una manzana. Efectivamente, las ramas brotaron y cada una ofrecía frutos frescos y sabrosos, listos para el consumo. Sólo podía deberse al líquido utilizado, no hallé otra explicación (ésta no me satisfizo, pero era la única probable).
Pasé una temporada maravillosa, sin preocupaciones, en permanente comunión con la naturaleza, al extremo de considerarme parte de ella. Sin embargo, una idea, una loca idea en realidad, comenzó a germinar en mí. El pensamiento de si habría seres como yo, más allá de los cerros, se convirtió en obsesión. Un día no pude soportar las ansias de averiguarlo, necesitaba compañía, continuar arrastrando la actual existencia en soledad me parecía horrible.
Preparé lo indispensable y un amanecer emprendí el ascenso de la montaña, debería cubrir el mayor trayecto posible antes de caer el sol y buscar refugio para pernoctar. Se aproximaba el invierno, y en esa época, cuando el astro rey se oculta desciende mucho la temperatura y es imposible subsistir sin un reparo adecuado.
Transcurrieron dos jornadas sin novedad y en la tercera, mientras me disponía a acampar, llegó la tormenta. Ahí comprendí cómo debe ser el infierno, no hay palabras capaces de describir el caos, tanto horror… Viento huracanado, diminutas partículas pétreas e infinidad de guijarros erráticos hieren el rostro, mientras esquirlas aguzadas penetran en la carne…
Un buen día, amainó el vendaval, y en esa calma chicha, comenzó a nevar. Pasé varios días literalmente enterrado en una oquedad; no sé cuánto tiempo permanecí allí, casi sin probar bocado, aterido de frío, presintiendo un desenlace fatal inminente. Al fin me arriesgué e inicié el descenso por la ladera opuesta, la marcha se tornó cada vez más lenta, parecía tener los pies atados; mis fuerzas flaqueaban y el espesor de la nieve acumulada contrariaba las ansias de llegar cuanto antes a la base de la cordillera.
Consumidos la mayoría de los alimentos disminuyó notablemente el peso y tamaño de la carga. Las perspectivas ahora eran alentadoras, casi excelentes, mi ánimo también; el sol asomaba con timidez, pero al menos reaparecía tras la tempestad. Hice un alto para reponer energías, y tras comer unas tiras de carne disecada, decidido a explorar los alrededores, llegué hasta el borde del acantilado y miré hacia abajo. Distinguí una diminuta columna de humo lejana y sonreí aliviado. Fascinado por la agreste belleza del paisaje, estudiaba además la ruta más conveniente para bajar.
No advertí el peligro… El mundo se desplomó (era un derrumbe, después lo supe).
Tras una semana inconsciente en el hospital de la aldea, recuperé el sentido. Según el viejo pastor, mientras su nieto recorría la majada me encontró cubierto por tierra y pedruscos; de no mediar ellos, la cosa hubiese sido muy distinta.
Fui interrogado, y, por supuesto, no supe decir quién era, mi procedencia ni ocupación. Visto lo cual, en averiguación de antecedentes, las autoridades policiales me trasladaron incomunicado a la ciudad. Agotadas las instancias identificatorias y no creyendo una palabra de mi relato, decidieron someterme a tratamiento psiquiátrico; como resultado, a los pocos días estaba internado en un instituto para enfermos mentales.
Allí aprendí todo, el nombre y uso de cada cosa, tradiciones, conductas, costumbres de los individuos, etc. Entonces, en base a los apuntes, me dediqué a escribir esto. Por suerte el doctor Brauer me proveyó de lo necesario (la fábrica de papel y útiles de escribir quedaron en la montaña), nunca podré agradecer en debida forma sus atenciones, sólo él me comprende.
En cada sesión con el cuerpo de psiquiatras reiteré mi versión, la misma del diario. Sorprendí a los médicos cruzando miradas cargadas de conmiseración al confirmar mi demencia superlativa. Para ellos y la ciencia yo constituía un caso perdido.
Si bien, según era mi intención, conseguí dar con mis semejantes, resultó imposible integrarme a la sociedad, un imponderable me condenaba a pasar enclaustrado el resto de mis días.
Por fin concluí esta exposición, era hora; presiento cercana e inevitable mi partida. Dejo aquí estricta constancia de mis deseos postreros: “Cuando ya no aliente, quiero ser cremado. Además, solicito al doctor Brauer lleve mis cenizas a la cabaña donde pasé los mejores años de mi existencia y las deposite en su interior, junto a estas páginas.
Debo soslayar –supongo- la consabida frase: “en pleno uso de mis facultades mentales”, sería una incongruencia, ¿no?
Firmo con mi nombre, impuesto por los directivos del instituto, el único conocido por mí; no tuve otro. El Orate”.

Como habrán visto -o leído-, tengo el compromiso moral de cumplir su última voluntad, ¡pobre!, confió a ciegas en mí. En consecuencia, ahora estoy abocado a esa misión…
Consulté al viejo pastor y siguiendo sus indicaciones logré cruzar la montaña, afortunadamente con tiempo óptimo, sin inconvenientes.
Contemplo atónito la morada del Orate, no puedo dar crédito a mis ojos, hasta me pellizqué varias veces… Creí estar sumido en un sueño, vivir una aventura de Las Mil y Una Noches, o habitar un planeta remoto, no mancillado por la planta del hombre… Sobre una piedra usada como mesa por el antiguo morador, deposité el cofre metálico con las cenizas y el diario, testigo gráfico de las increíbles aventuras y desventuras de su autor.
Ante mí se abría un mundo nuevo, fantástico, irreal… Comí los exquisitos “frutos del edificio”, disfruté del lago y sus aguas purísimas y pude observar parte de las trampas utilizadas por el Orate para cazar.
Pasé algunos sustos, no voy a negarlo. Una tarde, como brotado de la nada se materializó un enorme lobo… La sensación de peligro fue instintiva y reaccioné con un gesto violento. El viejo cánido emitió un quejido lastimero y se arrastró hasta quedar echado a mis pies, meneando la cola en señal de sumisión. Solté la carcajada al reconocerlo, el pelo azabache de Guli brillaba bajo los rayos del sol; todavía, después de tantos años, conservaba el collar.
¡Otro sobresalto!
Varias noches me despertó un ruido extraño, como si la tapa del cofre fuese removida. No puede ser, mi imaginación inventa cosas. “¿Me contagié del Orate?”, llegué a pensar. La presencia de Guli me inspiró confianza, con él estaba protegido…
Resolví visitar la famosa nave, un rudimentario plano hallado entre otros papeles señalaba el sitio con toda precisión. Marché más de dos horas a buen paso y cubrí una distancia considerable… empecé a dudar de la veracidad del asunto, si bien los demás detalles coincidían, la cuestión del plato volador debía ser una fantasía creada por su mente enferma.
Desistí de proseguir, me alejaba mucho del campamento y la llegada de la noche fuera de él no me seducía en absoluto. De pronto escuché un suave ronroneo, el sonido de un motor distante, o algo parecido. Creí volverme loco… Detrás de un montículo, a escasa altura y baja velocidad, apareció la astronave. ¡Tomó en línea recta hacia mí!
No sé si predominó el pánico o el asombro… resulta imposible determinar y describir las sensaciones y emociones. El platillo giraba lentamente, sus luces de colores se encendían y apagaban, parecía estar desfilando.
¡Aún faltaba lo mejor…! Guli comenzó a ladrar y saltar, enloquecido… presentía algo. La nave se aproximó y a través de una especie de ventana grande… El Orate, sí, el Orate me saludó risueño e hizo gestos de despedida con los brazos, hasta me pareció ver lágrimas en su rostro… En cuestión de segundos, sin tiempo a devolver el saludo, desaparecieron; él y el platillo.
Guli, el buen Guli, miró hacia el cielo y comenzó a gemir y llorar. Volví solo, el fiel animal prefirió esperar el regreso del amo.
Ingresé a la cabaña en un estado de conmoción terrible, como un autómata, no comprendía lo sucedido.
¡Entonces llegó el golpe de gracia…! Mi intriga y desconcierto se agigantaron.
¡Faltaba el diario…! (Por suerte había guardado esta copia). Vi el cofre destapado; me acerqué presuroso y temeroso a la vez y miré en su interior…
¡Estaba vacío!
En el pozo insondable de la noche, Guli aguarda… El viento cordillerano, eterno trashumante del espacio, transporta los sonidos. Grietas, depresiones y cavernas los multiplican en mil ecos y producen un resultado acústico repetido y amplificado; consecuencia lógica y perfecta de toda proyección geométrica.
Y merced a tan elemental principio físico, cada sima o cima del cordón montañoso percibe la lealtad y el intenso dolor a través de los aullidos lastimeros de un lobo…
¡Sólo un lobo, un simple lobo y su lúgubre lamento…!

Arias, Córdoba, República Argentina

El héroe

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Llevaba días internado sin acusar mejoría, los especialistas y la ciencia agotaron los recursos. Juancito, muchachito bullanguero de diez años, dinamismo puro, era incapaz de estar quieto dos minutos; sin embargo, después del accidente cambió por completo. Ante las reiteradas preguntas sobre Rayo, su compañero inseparable, le respondió el silencio. ¿Cómo decirle que el cachorro ofrendó su vida para salvarlo?
¿Quién se atrevería a hacerlo?
La incertidumbre reforzaba sus sospechas, Rayo estaba muerto, no le cabía duda; ese pensamiento lo atormentaba y era la causa de su estado depresivo y falta de voluntad. Evocó los momentos de alegría compartidos con el perrito. ¡Cómo lloró al desprenderse de Fuego! Pero no lo dejaban quedarse con los dos.
Nacieron una noche tormentosa, ¡llovía con tal intensidad…! Las furias del averno disfrutaban liberando su satánico instinto destructor.
El niño sostuvo el farol mientras su padre rescataba de entre los escombros a los dos perritos, mojados, ateridos de frío, y los ponía envueltos en trapos secos junto al hogar. La madre quedó sepultada con el resto de la camada, nada pudieron hacer, habían muerto bajo las paredes derrumbadas del galpón.
Seguía desgranando recuerdos: las sesiones con el biberón, alimentándolos, los juegos en el parque de la chacra, las carreras persiguiendo pájaros o animalitos silvestres y el susto cuando Rayo, sin intención, juguetón y travieso como él solo, mató tres pollitos alejados imprudentemente de los cuidados de mamá gallina. Los hizo desaparecer por miedo a la reprimenda, sus padres amenazaban a cada instante con sacrificar o regalar los dos cachorros si causaban daños. Pasó varios días abstraído, enfrentado a la disyuntiva de escoger, podría conservar sólo uno; uno… así estaba estipulado.
El pequeño Juan dudó al momento de la decisión, no sabía con cuál quedarse, eran idénticos, resultaba casi imposible distinguirlos… Últimamente los diferenciaba la pequeña cicatriz en la frente de Rayo, se rasguñó con una rama y le quedó la “marca personal”, según decía con orgullo su pequeño amo. Lo curó con el mayor esmero y por tal motivo decidió que ése sería su perro.
Desde un escondite, asistió acongojado a la partida de Fuego una fría y lluviosa mañana. Con el alma desgarrada vio como Ángel y Esmeralda, tíos lejanos de su padre, se lo llevaban. Los ojos de ambos ancianos brillaban por la emoción, no tenían hijos y el animalito llegaba a cubrir en parte esa carencia tan importante de sus vidas; a no dudar, sería el destinatario de todo su cariño.
Como en un sueño, los trágicos hechos invadían su mente en forma precipitada: la temporada pasada con el grupo de exploradores en las sierras, los paseos y juegos; el intento de ascender al Cerro Pintado, los alegres gritos de sus compañeros y, a media tarde, la oscuridad repentina del cielo y el viento huracanado anticipando la violencia de la inminente tormenta. Juan, en el apresuramiento y la confusión reinantes, quedó rezagado y se extravió al emprender el regreso; cuando Rayo tironeó varias veces de sus ropas, no comprendió que pretendía llevarlo a la seguridad y lo rechazó de mala manera.
El perrito lo seguía a la distancia, cohibido, temeroso y sorprendido por la violenta reacción, inusual en el chico. El joven explorador comenzó a andar sin saber adónde iba; avanzaba con los ojos entrecerrados a causa del polvo y las hojas de los árboles arrastrados por el vendaval; perdido por completo el sentido de la orientación. Corría y corría, desesperado… de pronto tropezó y fue rodando hasta el río. La impetuosa correntada lo arrastró a una velocidad vertiginosa, en el descenso su cabeza y extremidades golpeaban violentamente contra las rocas, se vio perdido. Sobre el fragor de las turbulentas aguas, se oían los desesperados ladridos del perro que se acercaba dificultosamente luchando con el río embravecido.
Perdió el conocimiento a consecuencia de un golpe en la cabeza. A partir de ahí, el silencio, el vacío, la nada…
El fiel animal, tras enormes esfuerzos, consiguió darle alcance y lo llevó hasta la orilla. Cuando los hallaron en una pequeña playa, cerca de los rápidos; el pequeño héroe tenía los ojos opacos, los nublaba la proximidad de la muerte; por un enorme desgarro en el pecho se le escapaba la vida.
Transcurrieron dos meses sin aparente recuperación, según los facultativos, su estado era estacionario. Fueron dos meses interminables, de intenso dolor por la pérdida de su amigo y salvador; pérdida que nadie se atrevió a desmentir.
Una radiante mañana, los pasillos del hospital se estremecieron con los alegres ladridos y la precipitada carrera. Juan lanzó un grito de alegría, intuyó quién provocaba ese alboroto. Se incorporó rápidamente en la cama y volvió la cara hacia la puerta de la habitación. Allí, parado en dos patas como él le enseñara, estaba Rayo. El animal corrió y comenzó a lamer la cara del muchachito que reía y reía sin parar.
En el pasillo, los médicos se miraron asombrados, comprendieron que el enfermo recibía en ese momento la mejor de las medicinas, se repondría rápidamente, estaban seguros de ello.
Un grupo de personas conversaba en la entrada del nosocomio.
-Gracias, doctor –dijo Ángel al joven veterinario-; daba pena causarle la herida, pero necesitábamos que tuviese la cicatriz, debía dejar de ser Fuego y convertirse en Rayo.

Arias, 28 de marzo de 2010 / 02:06 Hs.

Premio (Medalla de Oro) certamen "Primo M. Beletti 2010". SADE; Villa María, Córdoba, Argentina.

El olvido (*)

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Fue eso, un simple olvido nomás…
Desde su llegada a la estancia, adquirió la costumbre de ir al pueblo a media tarde, deambular un par de horas y recalar por último en el club, donde, entre amigos o en soledad, bebía hasta perder el control.
En el verano lo mandaron al campo, precisamente para alejarlo de ese tipo de vida; la vida licenciosa y descontrolada que llevaba en la ciudad.
Se habituó de tal manera a la nueva rutina que no extrañaba lo más mínimo todo lo que dejara en la capital.
Dinero no le faltaba, podía hacer y deshacer a su antojo, lejos además del control de sus padres, que fue perdiendo energía y eficacia conforme cumplía años; ahora disponía de todo, hasta le asignaron un viejo Jeep que funcionaba a las mil maravillas, a pesar de llevar tiempo arrumbado en un galpón, casi sepultado bajo una estiba de bolsas de semilla.
Entre sus berretines figuraba uno especial, entraba a marcha lenta al parque de la estancia, bajaba del vehículo y se tiraba con ropa y todo a la pileta. Por si se topaba con alguien, esto le despejaba la mente y disimulaba en parte la baranda a alcohol. Ingresaba con el motor regulando para no despertar al personal, ocultar la hora de regreso y el estado en que lo hacía.
Era tal la premura para tomar el baño que muchas madrugadas dejó el motor en marcha y hasta las luces encendidas.
Esa noche, fue como tantas otras, pero con una variante…
Se hamacó sobre la tabla, tomó impulso y saltó.
En el tiempo y espacio que media desde el trampolín al chapuzón, abrió desmesuradamente los ojos al recordar…
¡Esa tarde vio cuando desagotaban la pileta para lavarla…!


Arias, Córdoba, República Argentina. 03-03-2010 09:44 Hs.

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*) Con la correspondiente adaptación literaria, esta historia es absolutamente real.

La revelación

Guy des Cars(1)realizaba una gira dictando conferencias en las más importantes universidades y centros culturales del mundo. Cuando salía del hotel con los minutos contados para cumplir con de una de ellas, un adolescente lo abordó sonriendo cándidamente.
-Señor, si es tan amable, ¿me permite una palabra?
-Tú dirás, jovencito; –el célebre escritor, aun apremiado por el horario, lo atendió con su habitual deferencia.
El chico extrajo del maletín que portaba un abultado manuscrito y comentó: “Es mi primera novela y me gustaría conocer su opinión –ante el gesto negativo, insistió-, para mí su crítica es invalorable, lo considero la máxima autoridad en las Letras, ¡es mi ídolo!” Su tono y actitud eran enérgicos, los impulsada la obcecada convicción del fanático.
-Sucede que debo disertar en instantes en el teatro Universal y al finalizar, sin demora alguna, trasladarme al aeropuerto; lo siento mucho.
-Entiendo, señor, al menos sugiérame el nombre para la obra… -dijo, balbuceante y con el rostro enrojecido el novel autor.
-Podría ser… ¡Hum…! –Des Cars se tomó la barbilla, pensativo-. Dime, en la obra ¿hay bombos… o acaso platillos?
-No, en absoluto… -respondió tímidamente el muchacho.
-¡Ya está! ¡Sin bombos ni platillos! Un título por demás sugestivo, nadie osará objetar “tu originalidad”. Te deseo mucha suerte, colega –dio un rápido abrazo al joven y se marchó.
La actitud de éste y su pasión por las Letras le recordaron a otro muchachito que deambulara años ha, pidiendo su opinión a los ídolos de entonces. ¿Cuánto hacía…?
Quedó alelado, la mirada ausente, en trance. Cuando volvió a la realidad el novelista había desaparecido.
Entrecerró los ojos y pareció mirar hacia su interior… esa breve contemplación introspectiva le enseñó muchas cosas…
¿La fundamental?: cuán simples suelen ser los grandes, los verdaderos colosos, esos que afirman su descollante talla intelectual precisamente en la sencillez. Sonreía beatíficamente disfrutando de tan fascinante revelación. Transportado psíquicamente, bogó al garete en la fibra espiritual del Genio hasta desembarcar en el Sagrado Templo del Saber.
Y allí, sumido en profundo éxtasis, se hincó de hinojos ante el Altar Supremo del Duende Creador.
Ahora era feliz… ¡Conocía el secreto…!


Firmat, Santa Fe, República Argentina. 06-07-2009

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(1) Guy Augustin Marie Jean de Pérusse des Cars, escritor francés (1911 - 1993). Era, ante todo, un novelista de peso. Sus obras –más de cincuenta novelas- fueron traducidas a todos los idiomas y una sola, “Hijas de la alegría” (con el título “Bajo un mismo rostro), fue llevada al cine por Daniel Tinayre, cineasta francés radicado en Argentina. Sus protagonistas: Jorge Barreiro y las gemelas Legrand, Mirtha (que luego se casaría con Tinayre) y Silvia.

Los detectives

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Así lo veo la primera noche.
Está solo. Su fantasmagórica silueta, fundida en la niebla, lo convierte en una entelequia incorpórea, irreal. Avanza y retrocede; tanto se agacha como da leves saltos, cual ejecutando una exótica danza. La noche juega a su favor, el intenso frío justifica las calles vacías, sólo un demente circularía por ellas.
Ese encuentro fue casual, pero la curiosidad me venció y en forma sistemática, cada vez que las tinieblas propician la aparición de fantasmas, brujas y hechiceros y sale a dar un paseo, voy tras él, soy su sombra. El hombre es -a mi criterio- un detective en plena actividad, procura ver sin ser visto, ¡si supiese que yo, un simple adolescente, lo vigilo…! Su despreocupación –supongo- nace de la idea de creerse infalible, la seguridad de saberse el cazador, el cazador, no la presa.
“Soy el único y auténtico cazador -pienso jubiloso ante mi recién descubierta capacidad-, ¿o acaso –recapacito-, en este preciso instante viene alguien tras mis pasos?” Instintivamente miro a mi espalda, nadie a la vista. Sin embargo, esa comprobación no significa necesariamente que así sea, es muy fácil pasar desapercibido, ¡si lo sabré yo...!
Una cosa me extrañó del sujeto en cuestión, invariablemente, en cada oportunidad, apenas asoma la luna huye despavorido como si su sola presencia pudiese dañarlo. Ahora que lo conozco presto atención con la esperanza de encontrarlo en alguna fiesta, el cine, la cancha, la iglesia o un velatorio. Búsqueda vana, sólo aparece en la más completa oscuridad; lo comparo a un vampiro buscando víctimas para saciar su apetito hemofílico.
Sonrío ante la locura de mi ocurrencia, quizá estoy influenciado por su sombría apariencia, todo en él es tan negro.
Jugamos una larga temporada a los detectives, él persiguiendo un objetivo desconocido por mí y yo, tras sus pasos y acciones, guiado por una simple corazonada, quizá intrascendente.
Cierta noche, cuando el satélite terráqueo lucía en todo su esplendor, tropecé con un personaje similar, no obstante poseer características diametralmente opuestas. Vestía completamente de blanco, salía en perfecta cronometría con la luna y cuando el astro se ocultaba, desaparecía.
Ambos vigilaban algo o a alguien, me faltaba descubrirlo; jamás, por las mencionadas andanzas astrales, se encontrarían, eran la luz y las tinieblas.
Pasó mucho tiempo, ya desesperaba de desentrañar el misterio –ahora duplicado-, cuando una de las tantas noches de cerrazón encontré al detective de las sombras semiinconsciente y balbuceando palabras sin sentido; al caer pegó contra el borde de la vereda y se produjo un corte en la sien derecha, la sangre corría abundante por su rostro. Llamé al hospital y sentado en el suelo sostuve su cabeza sobre mis rodillas mientras procuraba contener la hemorragia presionando la herida con un pañuelo. De pronto me miró fijamente y musitó:
-Joven, ¿puedo confiar en usted? –Asentí y prosiguió-. Estoy trabajando para evitar una catástrofe, le ruego que prosiga mi tarea.
-Sí, señor, lo que necesite –intenté tranquilizarlo-, no tema…
-Como ya no podré continuar, investigue en mi lugar. –Lo miré con extrañeza, ignoraba hacia dónde rumbearían sus palabras-. Necesito saber quién enciende la luna cada noche, sólo así la humanidad podrá salvarse… Nos acecha el peligro, un drama sin precedentes…
Musitó las últimas palabras sobre la camilla, el agudo lamento de la sirena dejó inconclusa la frase.
Esclarecido el primer punto, faltaba dilucidar el otro. Intensifiqué la vigilancia y en la primera noche de luna llena abordé al “detective blanco”.
Abreviaré: interrogado con infinita diplomacia, extrema sutileza y miles de subterfugios, habló. Su misión, dijo –debí suponerlo, pero no lo hice-, consistía en buscar al delincuente que muchas noches le apagaba la luna, la luna que tanto trabajo le daba poner en funcionamiento. Pretendía lo opuesto a su colega.
Ambos existieron y fueron muy conocidos en el lugar: ¿el “detective negro”?, el Loco Romano; ¿el otro?, el Loco Astivia, tío de Juan Carlos (a) El Gordo. Estos dos, tío y sobrino, vivieron frente a mi casa.
Estoy inmerso en un proyecto fabuloso, pero secreto, tengo una cita importantísima.
En cuestión de minutos, contactaré con los espíritus del Patriarca Noé y el Almirante Colón, buscamos la forma de navegar hasta Marte, uno se inclina por utilizar el arca y el otro, una carabela. Ante la paridad de criterios piden que vote por lo más conveniente.
¡Tengo una idea brillante!
Aconsejaré ir en subterráneo, además, podrá servir a nuestros propósitos, pasar desapercibidos. Entonces… ¿qué mejor que navegar bajo tierra…?
Dos hombres vestidos de blanco irrumpen en la habitación. Pido perdón al estimado lector por finalizar abruptamente esta narración. Debo atenderlos.
-¡Eh! ¿Qué hacen? -Me sujetan y tratan de poner una chaqueta rarísima con varias tiras; encima se cierra por detrás y ata mis brazos. ¡Qué incómoda, no puedo moverme!
-¿Están locos… qué intentan…?

Epílogo
Soy vecino del Detective Loco. Siempre, desde chico, tuvo veleidades de pesquisa, se creía Meneses(*)o Sherlock Holmes(**). Inventaba seres fantásticos, a cual más grotesco, y los presentaba como reales. Últimamente escribía lo que denominaba “Mis memorias”, una sarta de mentiras. Por suerte lo están llevando al manicomio…

Arias, Córdoba, República Argentina. 16-03-2010 / 21:07 Hs.

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*) Evaristo Meneses, gran investigador. Entró en la fuerza el 2 de enero de 1934, como ayudante de tercera y se retiró como jefe máximo de la Policía Federal Argentina a fines de 1964.

**) Sherlock Holmes, personaje ficticio creado en 1887 por Sir Arthur Conan Doyle, es un "detective asesor" del Londres de finales del siglo XIX. Protagonizó una serie de 4 novelas y 56 relatos de ficción, varias de ellas llevadas al cine.

Reencuentro

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Otra vez lo estoy mirando –más bien, admirándolo-, luchando con la persistente y poderosa tentación de traspasarlo. Siempre me intrigó; es decir, desde que lo descubrí. Supongo que la lógica curiosidad por lo desconocido me desafía e impulsa a pasar al otro lado, dispuesto a explorar hasta el último rincón y saber de una vez por todas qué ocurre allí; qué secreto oculta. Sin embargo, el intenso deseo claudica ante el pavor que me inspira, la fuerza incontenible del miedo prevalece sobre la curiosidad.
Simulo desinterés y lo dejo, ya llegará el momento de desentrañar el misterio, estoy convencido de ello… tiempo al tiempo.
Intento olvidar las ansias acuciantes de tomar por asalto al muro e invadir sus dominios y repaso como un autómata el pasado, rememoro personajes y acontecimientos; y, como suele sucederme hace algún tiempo, se desata un torbellino de recuerdos que no son precisamente simpáticos ni agradables.
¿Tiene algo de grato encontrarse de pronto sin trabajo, eh? ¿O de la noche a la mañana, perder a tres amigos en un accidente automovilístico? ¿Hay algo peor…? Sí, ver cómo Beto, mi mejor amigo –mi hermano, podría decir-, arrastra penosamente su existencia, atormentado, sintiéndose responsable de esas muertes. ¿Culpable por conducir un vehículo y no poder esquivar al camión que se cruzó de carril? ¿Acaso la borrachera del camionero era también responsabilidad suya? ¡Pobre!, salvó milagrosamente su vida pero no volvió a ser el mismo y presumo que nunca lo será.
Los pensamientos avanzan por caminos tortuosos, está visto que volveré a pasar la noche en vela, el insomnio se ha enquistado en mí y para colmo, en la oscuridad, reaparece el oscuro paredón, tétrico, negro, ¡tan renegrido…! Ya no sé si es desvarío, locura o realidad; pero está siempre ahí. Ahí… casi al alcance de la mano.
“¡Señor…!”, intento musitar una plegaria y como jamás rezo, fracaso.
Tras poderosos esfuerzos logro relajarme. Luego, en forma gradual, lenta, muy lenta, un tenue sopor me invade, domina mis sentidos y llega el alivio, aunque efímero.
Los recuerdos sobrevuelan como moscardones, insisten implacables y continúan atormentándome.
Un aciago día, otro golpe terrible, ¡el peor!
Beto, en forma absurda, es ejecutado por la extraña burla de un destino cruel. Realiza una maniobra desafortunada con su auto, y pierde la vida.
Él arribó a la paz, ahora habita la morada del sosiego definitivo; en cambio para nosotros comenzó el tormento, el dolor visceral por tan irremediable pérdida.
Permanezco inmóvil, cual sumido en éxtasis profundo. ¡Ah, nada es comparable al placer del espíritu liberado! ¡Parece mentira que pueda existir tanta paz!
Repentinamente, emerge de la nada; su renegrida mole se destaca entre la espesa niebla. ¿Es real o lo imagino? Me refriego los ojos para aclarar la visión.
“Pero… ¿qué pasa –me digo-, nunca me libraré de su funesta influencia?”
¡Seguramente es una alucinación! Superponiéndose a la imagen espectral y desdibujada de la muralla distingo a Beto, mi amigo, mi hermano del alma. Sonriente, saluda con un gesto y tiende los brazos.
“¡Es imposible–reflexiono-, está muerto!”
Luchando con la aprensión voy a su encuentro. Al avanzar percibo en mí cierta levedad. Me noto extraño, ingrávido, etéreo, volátil. La intensa bruma que nos circunda difumina los alrededores; hace irreales los objetos. El aspecto de mi amigo tiene algo de fantasmal, un escalofrío recorre mi espalda.
-Gracias por venir, te esperaba ansioso, Carlos –su voz dulce, tenue, casi inaudible, se asemeja al leve susurro de la brisa. Quisiera responder y no puedo.
Lo veo tan feliz; sí, inmensamente feliz…
De repente, quizá contagiado por él, me embarga una dicha inefable, desconocida hasta entonces. Doy un último paso casi arrastrando los pies y nos fundimos en un abrazo, un abrazo sin final… sin final.
Por sobre su hombro, observo el muro.
¡Es blanco!


Nemesio Martín Román
Arias, Córdoba, República Argentina

El cibernauta

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Maldigo el aciago día en que compré el ordenador. ¿Quién me mandó? Yo, que siempre fui feliz, me encuentro ahora metido en un infierno por su culpa.
Al comienzo la relación fue perfecta, “escoba nueva, barre bien”. ¡Cuánta razón tiene el aserto!
Compartimos muchas horas de trabajo; la mágica ayuda de tan maravilloso auxiliar facilitaba mi tarea profesional como escritor. Recuerdo haberlo mirado con incredulidad, asombrado por sus conocimientos y eficiencia; hasta llegué a considerarlo el ayudante ideal y el mejor de mis amigos.
Y ahora, esto. ¿Por qué fui elegido entre los miles y miles de millones que habitamos el planeta…?
Con la invalorable colaboración de Mágnum -nombre que le impuse al conocerlo-, mi nueva novela, “Espionaje perfecto”, crecía a pasos agigantados.
En honor a la verdad, debo decir que toda la culpa de mis infortunios no fue suya. Bien mirado, me corresponde el mayor porcentaje de responsabilidad.
Además de mis trabajos literarios se me ocurrió entrar en Internet, experiencia “súper”, “de onda”, que pareciese conferir a quien goza de dicho privilegio un status especial. Comprobé que ahí, en Internet, mi amigo era único, imprescindible. Guiado por él, de la noche a la mañana, “navegaba” como el mejor. Conocía tanto de Internet como de traducir el japonés, o el sánscrito, en definitiva… ¡Nada! Pero confiaba ciegamente en la capacidad y fidelidad de mi acólito.
El inicio fue lindo, ¡cuántas novedades! ¡Algo fantástico, inigualable! Conocí gente de todas latitudes y de diversa índole. Recorría el planeta sin moverme del sillón; tomando mate, escuchando música, o ambas cosas a la vez. “¡Un invento genial!”, pensé.
Siguiendo la costumbre de tantísimos cofrades, me introduje de lleno en un universo de fantasía: el “chat”; el chat… palabra mágica capaz de resolver los conflictos más complicados: soledad, estrés, aburrimiento, etc. En fin, resultó la panacea para las traumáticas e intrincadas situaciones emergentes de este mundo moderno, invadido y sometido por la fría tecnología e intereses despiadados e inhumanos. ¡Qué frasecita linda! ¿Verdad?
Tuve -justo es reconocerlo- innumerables satisfacciones: intercambios de opiniones y obras literarias con muchos colegas, posibilidad de relacionarme con editoriales, acceso irrestricto a informaciones generales y datos de certámenes, etc. Estaba tan a gusto como el pez en el agua y, como uno a lo bueno se acostumbra pronto, me movía como tal a lo largo, ancho y “alto” del “ciberespacio”, palabreja nueva ausente del diccionario muy utilizada en estos días (no sé con precisión qué significa, pero suena bien), ¿o no? Además, pronunciarla da cierta categoría; otorga a quien lo hace, en apariencia -sólo en apariencia, por supuesto- un superlativo coeficiente intelectual.
Maldigo ese buen día –ahora no lo considero tan bueno-, cuando, a comienzos del otoño, me zambullí alegremente en el chat; como consecuencia de ello al poco tiempo tenía un ejército de “amigos” diseminados a lo largo, ancho y “alto” del mundo. Nunca fui reservado, por lo tanto, conté vida y milagros a cada uno de ellos, o sea que el chat y los foros se convirtieron para mí en algo así como un confesionario, donde acudir a descargar aquello que bullía en mi interior.
Por supuesto, ese intercambio suele traer aparejado un grave peligro. Sabía, por comentarios, de sujetos que se introducen en equipos ajenos, revisan archivos, roban material, bloquean e intervienen cuentas bancarias, extraen sus fondos, etc. No obstante, irreflexivamente, decidido a trascender, creé un sitio Web y fui alojando mis obras en él. Al descubrir algunos comentarios un tanto elogiosos de los visitantes, mi ego alcanzó proporciones descomunales, ¡hasta yo me asombré de lo ingenioso que era!
Seguí entregando informes y detalles –ficticios, por supuesto- que, de haber sido reales y caer en manos inescrupulosas, causarían –y me causarían- más de un dolor de cabeza.
Yo… ¿desconfiar de algo tan ideal, ¡el pináculo de la perfección!? ¡Jamás!
Sin embargo, previendo la posible incursión de algún advenedizo en mi ordenador para consultar o sustraer información confidencial e inédita, lo ubiqué en un rincón de la casa, disimulado y con escasa iluminación, así dificultaría la tarea de los “Jackers” (otro término muy en boga entre los cibernautas, a los cuales yo pertenecía hacía rato, por mérito propio, adquirido en mis largas horas de vigilia en Internet). Tendrían libre acceso únicamente al material ofrecido por mí, el resto estaba vedado a ojos indiscretos, me pertenecía y nadie debía meter las narices.
Ahora, ante esta situación tan violenta, veo lo ciego y estúpido de mi proceder. ¿A quién se le ocurre crear semejante trama y exponerla? ¡A nadie!
Sólo a una mente tan brillantemente desquiciada como la mía.
Hasta para ser loco hay que cumplir ciertos requisitos, no cualquiera tiene las aptitudes indispensables para ello… A mí, por lo que pude comprobar, me sobran. Soy un loco sobresaliente… Lo que se dice ¡un “señor” loco!
Me recomendaron extremar las precauciones para evitar la invasión de elementos indeseables, que tratarían por todos los medios de destruir mi equipo y todo su contenido. Me reí de esos consejos… ¡Invasiones a mí, a mí tan luego!
Haciendo gala de mi tozudez proseguí “compilando” datos, planos, fotografías e infinitos detalles del sistema de seguridad nacional y sus falencias –siempre existen-, y las distintas maneras de vulnerarlo. Me propuse dejar al descubierto el talón de Aquiles del Departamento de Defensa Nacional, tan celosa e ineficientemente guardado. Como dicha actividad no serviría de nada sin su correspondiente divulgación; propagué dónde, cuándo y cómo quise “todo lo investigado”, con lujo de detalles y sesudos comentarios de mi autoría. Me sentí sumamente hábil, poderoso, omnipotente.
Manejar libre e impunemente ese cúmulo de secretos de estado –aunque falsos- constituía mi mayor orgullo. Me había convertido en una de las mentes preclaras de la humanidad, quizá la más descollante. Atila, Julio César, Nerón, Colón, Napoleón; Galileo Galilei y cuanta personalidad se pueda mencionar o imaginar, es un liliputiense comparado con un Goliat del intelecto como yo.
Saboreaba las exquisitas mieles del triunfo, disfrutaba plenamente de mi obra magna cuando recibí la primera amenaza…
El cartel con destacadísimas letras rojas anunciaba la presencia de una infección; no obstante, todo funcionaba con normalidad y lo ignoré.
Algunos días después el aviso se reiteraba cada pocos minutos y operar el equipo ya no era tan fácil…
Luego sucedió algo que me trastornó, no me atrevo a divulgarlo; además, sé que podré contrarrestar el peligro… Voy a bloquear al enemigo. Sí, como suena, lo someteré por el hambre. Cortaré la conexión a Internet, así las tropas invasoras no podrán reabastecerse y serán un juguete en mis manos.
¿“Ellos” atacando…? ¡Qué extraño!
Debí ser más inteligente, hacer un caballo de madera, penetrar por sorpresa en su ciudad y tomar la plaza… ¿Cómo no se ocurrió? Ahora –aunque momentáneamente- me tienen a su merced…

En mis retinas y cerebro quedó grabada la fatídica frase: “¡Alerta! ¡Peligro… masiva invasión de troyanos!”


Nemesio Martín Román. / 17/09/2010 / 02:20 Hs.

Arias, Córdoba, República Argentina.

Las pruebas

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Poco después de medianoche el vibrante estruendo de la campanilla profanó impiadoso la silenciosa quietud reinante. Duró sólo unos segundos, el tiempo indispensable para que Watson pegase un brinco y recuperado del sobresalto tendiese la capa sobre sus hombros y emprendiera una alocada carrera escaleras abajo hacia la puerta de calle. Al salir sintió el azote gélido de la ventisca, giró la cara buscando protección y entonces vio al hombre agachado junto a la acera, aguantando estoicamente las ráfagas del viento. Parecía agotado, sin duda su aspecto maltrecho se debía a una prolongada exposición a la intemperie.
-Holmes… Holmes… -Su voz era extremadamente débil, casi imperceptible.
Watson, sorprendido, le ayudó a incorporarse y lo condujo prestamente a una sala de la planta inferior. Batió las palmas, en respuesta apareció la señora Hudson, quien de inmediato se ofreció a preparar una infusión caliente para reanimar al visitante y ayudarle a reactivar la circulación. Mientras el desconocido sorbía el té, clavó en él la mirada; le resultaba familiar, había visto a ese hombre en algún sitio, estaba seguro. Pero… ¿dónde, cuándo?
En pocos minutos, el calorcito del hogar más el té con unas gotas de licor (destilado por la casera, según receta propia y secreta), repusieron sus energías.
-¡Holmes…! ¿Dónde está Holmes? –Balbuceó al fin, casi ahogado por la tos.
-¡Cálmese, buen hombre! ¿Para qué lo busca, qué necesita? Holmes no está en estos momentos –adujo el compañero del investigador-, puedo recibir su mensaje y transmitírselo.
(En realidad, desconocía su paradero, hacía una semana que el detective obraba de manera extraña; iba y venía a cualquier hora sin soltar prenda. En cierto momento, acuciado por su insistencia, argumentó: “Querido amigo, oportunamente se enterará de todo”).
-Es un asunto extremadamente delicado… -el tono del desconocido demostraba su intensa conmoción- robaron la colección de gemas de Lord Whitelock, justo hoy que debían ser embarcadas hacia el continente.
-¿Cómo, cuándo…? –La voz sonó una octava más alta de lo habitual.
-Esta noche, hará una hora a lo sumo. Apenas descubierta su falta corrí para avisar al señor Holmes, tengo órdenes de comunicarle cualquier contingencia.
-Bien, echaremos un vistazo, ¡vamos!
Watson marchaba en pos del extraño individuo rascándose la cabeza. “Juraría que conozco a este sujeto –meditó- pero… ¿quién diantres puede ser…?

Siguiendo las pisadas por la empinada cuesta llegó hasta la enorme mansión, se detuvo ante la puerta, aspiró hondo para reponer el aire de sus pulmones y una vez normalizada la respiración golpeó varias veces con la aldaba de bronce. Tras una considerable demora fue recibido por el palafrenero, individuo barbudo y de aspecto rudo que, contrariando su apariencia, lo atendió con suma cortesía.
-Señor, pido disculpe mi intromisión, una poderosa razón me obliga a molestarle a esta hora, pero me es perentorio saber si alguien llegó a la casa durante o después del temporal.
-No excelencia, me levanté hace un par de horas a causa de la tormenta y puedo asegurar que excepto usted nadie traspuso ese umbral.
Watson observó todo con ojo crítico. La entrada estaba al extremo de una larga galería sobre cuyas paredes laterales convergían varias puertas; al avanzar guiado por el peón vio un pequeño charco y buscó su origen, algunas prendas colgadas de un rústico perchero se escurrían lentamente; en el suelo, contra la pared, divisó un par de botas, también mojadas. “Las han usado recién sobre la nieve –pensó-, por eso están mojadas y limpias”. Instintivamente comparó su tamaño con las pisadas seguidas desde el almacén del puerto; muy bien podrían concordar.
-Debo revisar los caballos cada tres o cuatro horas, ¿vio? –El hombre lo guió hasta una puerta al extremo opuesto, la abrió e indicó los establos-. Ése de la derecha, el oscuro, es King, ganador del Gran Premio de Europa, requiere un trato especial, no hay un pura sangre que se le iguale –dijo orgulloso, señalando a un animal de reluciente color azabache. El médico analizaba en tanto cada palabra, lugar u objeto. Estaba absolutamente seguro, el ensamble global de lo visto y oído aportaría la solución.
-Señor, hace mucho frío, pase a este ambiente más agradable –dijo, conduciéndolo a una estancia contigua-, traeré una taza de café, le vendrá de perlas para entrar en calor, aunque aquí la temperatura es ideal, en esta sala se elabora el pan, ¿sabe? Precisamente mi esposa acaba de hornearlo, -señaló una cesta grande llena de panecillos y salió en procura del café prometido. Watson lo siguió con la mirada y luego tomó un pan de la canasta. “Está frío –meditó-, ¡qué extraño… si lo acaban de cocinar…!”
Algo no andaba bien, recordó la indumentaria y las botas, presentaban detalles incongruentes. ¿El primero?, las prendas mojadas. Para ir a las caballerizas, comunicadas con la galería en forma directa, no era preciso salir ni cambiar de ropa. ¿El segundo?, las botas limpias. En contraposición, el piso de la cuadra que albergaba a los animales estaba cubierto de estiércol. De esta observación se desprendía que las habían usado en el exterior, contrariando la versión del caballerizo; alguien había ingresado a la mansión hacía muy poco. Indubitablemente, ese hombre mentía; ¿por qué?

Mientras descendía rumbo al puerto, varios interrogantes revoloteaban en su mente, ¿conseguiría responderlos para arribar a la solución del enigma? Era sumamente optimista. Sin embargo, para afianzar su hipótesis debía realizar ciertas comprobaciones. Llegó al almacén, ¡justo a tiempo! Frente al establecimiento estaba el carro del panadero, preguntó por él al recepcionista, éste asintió con la cabeza y fue a buscarlo a las dependencias interiores.
-Dejó nuestro pan y se marchó, estará proveyendo a las embarcaciones en el amarradero. –Dijo al regresar, con el desaliento pintado en la cara.
Watson dio las gracias y partió presuroso, temía llegar tarde. Al aproximarse, sonrió al ver cómo el anciano mal entrazado, con un parche sobre el ojo derecho, se desvivía intentando mover el enorme cesto y ante la imposibilidad de hacerlo fue a solicitar ayuda a un jovencito que estaba a pocos metros, apoyado en un tonel. El médico contempló al viejo, creyó conocerlo, había en él algo familiar… de pronto recordó su misión y palpó uno de los panes, “¡están tibios…! son los que horneó la mujer del palafrenero –coligió-, empiezo a ver claro”; se apartó presuroso, el tuerto regresaba con el chico.
Entre ambos arrimaron la cesta, le ataron una cuerda suspendida de la nave y en pocos segundos estuvo a bordo. Durante la maniobra uno de los panecillos salió rodando y quedó tras unos fardos; Watson lo tomó con disimulo, era la prueba que necesitaba, al fin la fortuna le sonreía. Con la agradable sensación del triunfo, el antiguo médico militar se dirigió al puesto policial portuario y expuso su versión de los hechos.
-Deben evitar la partida de esa embarcación, lleva las joyas robadas, están camufladas en los panes… el anciano tuerto es uno de los cómplices… Cortó su perorata asombrado al ver entrar a Holmes al recinto.
-Hola, Watson…
-Sherlock, ¡qué suerte! Llega en el momento exacto, hay que detener ese barco… están a bordo las gemas de Lord Whitelock, se las llevan; mire, acá tengo la prueba –mostró ufano el panecillo- esto justificará lo que digo.
-Veamos, -el detective lo cortó al medio con precaución; efectivamente contenía algo, se lo alargó a su compañero-. ¡Tome, revíselo, Watson!
Éste extrajo y terminó de desenvolver un papel; estudió su contenido y se puso pálido. Una seña de Holmes lo conminó a reiterar la lectura, esta vez en voz alta: “Estimado Watson, deberíamos conseguir el licor que me dio nuestra casera en el té, es exquisito. S. H.”.
-Pero… -manifestó el postulante a investigador- ¡el robo y las pisadas, la ropa mojada, las botas, el pan frío y el caliente, el hombre tuerto…! ¿Qué puede decir a todo esto, Holmes, existieron, o acaso no son pruebas reales?
-Elemental, mi querido Watson, en realidad tales pruebas existen; yo las preparé.
-¿Entonces…? Pero las joyas fueron hurtadas, ahora están viajando y usted acá, tan tranquilo.
-Por supuesto, viajan, como corresponde. Lord Whitelock me encomendó una misión secreta, transportarlas sin correr riesgos, por lo tanto, preparé “el gran robo” con la colaboración de varios amigos. Dígame, Watson, ¿quién robaría unas joyas que “ya han sido sustraídas”, eh? ¡Nadie! Cualquier ladrón se desalentaría al ver que un colega le ganó de mano; eso pasó, querido amigo. Pido perdón por engañarlo con mis disfraces y la broma del pan “extraviado”, quizá me extralimité.
Con un gesto de picardía, extrajo del bolsillo el parche utilizado para cubrir el ojo.

Watson, aunque resentido, miró asombrado al detective y luchó por contener el ataque de risa. “Con razón le encontraba algo familiar –meditó-, ¡sin duda es un gran artista, no existe otro igual, ni existirá!”

Elmi Shindo

Arias, Córdoba, Argentina 27/10/2010 12:07 Hs.

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