martes, 16 de marzo de 2010

El diario del Orate

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En mi larga trayectoria profesional he visto y oído cosas rarísimas, asombrosas; pero ninguna con ribetes tan extraños como la siguiente.
Según apreciarán los amables lectores, agregué esta página al diario íntimo de un extraño y a la vez risueño personaje. El presente párrafo cumple con la misión de introducirlos en el tema. Deberán leer con atención el diario, para acceder después a la exposición de mi teoría y conclusión final –si consigo esbozarlas-; y así, sólo así, quedará dilucidado el enigmático caso.
Disfruten de la historia, es mi mayor deseo… Doctor Brauer.

Aunque me exprimo el cerebro ignoro quién soy y de dónde vengo. Descubrí de repente mi existencia, en medio de la nada; en pleno corazón de la cordillera, inmerso en un pequeño y magnífico valle, rodeado de altos e imponentes cerros. A poco de “revivir” sentí, como le debe suceder a toda criatura, un malestar imposible de definir, algo se agitaba en mi interior, una creciente sensación de ansiedad… El instinto animal me hizo comprender todo sin necesidad de maestros o explicaciones, me hostigaba una acuciante necesidad fisiológica. Sí, efectivamente… ¡tenía un hambre atroz!
Las primeras escaramuzas procurando alimentos fueron desastrosas y debí engañar mi atormentado estómago con algunos frutos silvestres, sin evaluar si sería favorable o perjudicial ingerirlos; afortunadamente calmé en parte el apetito sin ulteriores consecuencias.
A poco de iniciadas las exploraciones encontré un objeto rarísimo, inanimado; mucho después lo identifiqué. Se trataba de una nave espacial, aparentemente de otro planeta. Careciendo de pasado y, por consiguiente, exento de recuerdos, en ese momento ignoraba lo relativo a aviones o cualquier aparato mecánico. En realidad, lo ignoraba todo. Al aproximarme receloso, no lo negaré, un sujeto avanzó a mi encuentro. Sobresaltado, di un salto hacia atrás; él, espantado a su vez por mi presencia, hizo lo mismo. Agité los brazos en ademán de saludo para inspirarle confianza y disipar su aprensión. El extraño ser repitió el gesto…
También aprendí esa lección, el “desconocido” era yo, reflejado en la brillante superficie de la nave. Superado el susto, respirando agitado, con el corazón en la boca, inspeccioné los restos; no advertí vestigios de seres vivos o muertos. Más tranquilo, proseguí con la requisa y rescaté ciertos elementos (comprobé mi acierto al determinar sus cualidades); en realidad, para mí, todo era bienvenido… De no tener nada pasé a ser el feliz poseedor de un espejo (aunque roto), varios utensilios de cocina, pedazos de tela, útiles de escribir, recipientes conteniendo líquidos, etc. (tiempo después, recién, supe sus nombres y utilidades).
En sucesivos viajes llevé lo seleccionado hasta un precario refugio; apenas “pusiese en orden mis asuntos” buscaría otro mejor. Al ver los materiales disponibles lloré de emoción. “Ahora debo planificar mi futuro”, pensé. ¡Como si hubiese alguno aguardándome!
Llegó la noche, todo era quietud…
Mientras repasaba los hechos recientes, ansioso por saber más de mí; saboreaba las últimas frutas, respirando tal placentera sensación de paz, lejos del mundo y su ajetreo... De pronto, una serie de rugidos me sacó de esa abstracción. Sin dudar un instante, con sorprendente agilidad, digna de ser envidiada por un simio, me encaramé a una saliente pétrea; allí estaría a resguardo de cualquier peligro. Acerté de plano, en pocos minutos apareció la manada de perros cimarrones, “los moradores de la caverna –supuse-, defenderán con uñas y dientes su cubil, su territorio”. Ladraban y gruñían en forma desaforada, intuían y buscaban a un potencial enemigo para despedazarlo... ¡A mí!
Por causa de la jauría apresuré la mudanza. Ubiqué el sitio ideal, estratégico, entre un grupo de peñascos, a resguardo de vientos y nevadas, y lo fundamental, fácil de defender en caso de ataques de hombres o bestias.
Recogiendo materiales (en su mayoría vegetales) para construir la vivienda, tropecé con una mochila semienterrada al pie de un arbusto espinoso –posiblemente, restos de alguna expedición- y en ella, para mi alegría, un par de libros. Traté de descifrar su contenido y fue imposible, esa noche dormí con los caracteres rondando mi mente. Luego repasé pausadamente cada símbolo impreso, y, de a poco, la comprensión se abrió paso, disipando las tinieblas de mi cerebro y llegué a leer y escribir a la perfección ese idioma hasta entonces desconocido.
Ahí nació la idea de llevar un diario. Al comienzo, en forma espontánea, tomé notas en otro idioma jamás visto, ¿sería mi lengua materna, acaso? Debía investigar el significado de muchas cosas, sus nombres, características, condiciones de uso, etc. Estas páginas las escribí después, al tomar contacto con la civilización, y tener “pleno conocimiento de causa”, podríamos decir.
Retorno a la historia. Sólo una cosa me preocupaba, el temor a agotar el papel. Las hojas estaban en una caja de metal brilloso, y, ¡vaya sorpresa!... Conforme las extraía, se reponían en forma automática; la cajita era, a no dudar, “una fábrica de papel”. Con otros elementos sucedió lo mismo, los lápices recuperaban el tamaño original; las hierbas aromáticas que, según intuí, servían para preparar infusiones de sabor sumamente agradable, parecían no tener fin, lo mismo pasó con la provisión de un polvo muy dulce (similar al azúcar), siempre había.
Hasta un artefacto de forma cilíndrica encerraba su misterio. Oprimí un botón del mismo y surgió una llamita (se apagaba volviendo a pulsar la tecla); con ese “fuego eterno” (sigo sin entender cómo funcionaba), cociné durante mi estadía en las montañas.
Para construir la cabaña me inspiré en las ilustraciones de los libros; quedó bastante parecida. Cerca del lugar escogido para la edificación hallé gran cantidad y variedad de árboles frutales. Me sedujo la idea de innovar y así fue como corté y utilicé ramas de cada uno de ellos (afortunadamente disponía de herramientas rescatadas del siniestro). Los recipientes contenían un líquido de color verdoso y de acuerdo a las instrucciones de los envases (impresas en un dialecto extraño, pero entendible, ¿tal vez mi lengua original?), ofrecían gran resistencia al sol y los agentes climáticos. Tomando en cuenta dichas características decidí mezclarlo con tierra y obtuve una pasta homogénea muy apropiada para sellar las grietas entre los troncos.
Terminada la vivienda disfruté de un verano fabuloso, hasta solía darme el lujo de nadar en un lago de aguas purísimas y, excepcionalmente, remontaba un arroyo, con abundancia de peces, exquisitos, por cierto.
Algo me tuvo intrigadísimo, en diversas oportunidades, al pasar cerca del vehículo espacial, noté cambios sustanciales en él; su aspecto mejoraba a ojos vistas, daba la impresión de estar siendo reparado. Para desentrañar el misterio monté guardia noche y día; perdí el tiempo lastimosamente, si había operarios trabajando, por fuerza “eran invisibles”.
El invierno, crudo, hostil, implacable, me obligó a permanecer encerrado; afortunadamente había tomado mis precauciones y contaba con leña suficiente, además de carne salada y disecada. Tuve la fortuna de cazar algunos cérvidos con trampas, cubrí su carne con una gruesa capa de nieve y se conservó a la perfección. Sin esfuerzo alguno, contaba con una cámara refrigeradora ideal. En dichas trampas cayeron también dos perros cimarrones cachorros, curé sus heridas y los domestiqué. Fueron de suma utilidad; aparte de brindarme compañía, cuidaban la cabaña contra cualquier merodeador. Me encariñé con ellos, a decir verdad nos encariñamos mutuamente, hice dos collares y con un trozo de metal caliente grabé sus nombres en los mismos (inventados, sin significado alguno, desde luego); Guli, un enorme e imponente lobo negro y Benchi, de color pardo oscuro.
Me sentí todo un estudiante, aprovechando al máximo el confinamiento invernal aprendí a leer correctamente y adquirí múltiples conocimientos geográficos, históricos, botánicos, etc.
La mayor sorpresa la tuve al finalizar el invierno. Llegó la época del deshielo, los pájaros alegraban y alborotaban con su canto; un concierto de trinos, gorjeos y arrullos se enseñoreó del valle. La naturaleza invitaba a disfrutar del paisaje, a vivir, a soñar…
Cierta mañana vi una flor diminuta en la pared de la cabaña, observé con detenimiento y encontré varias. ¡No podía ser…! Las ramas llevaban casi un año de cortadas.
Apremiado por la escasez de víveres, debí salir de caza, ya investigaría el asunto…
Olvidado el tema, días después, en un rincón contra el techo divisé una manzana. Efectivamente, las ramas brotaron y cada una ofrecía frutos frescos y sabrosos, listos para el consumo. Sólo podía deberse al líquido utilizado, no hallé otra explicación (ésta no me satisfizo, pero era la única probable).
Pasé una temporada maravillosa, sin preocupaciones, en permanente comunión con la naturaleza, al extremo de considerarme parte de ella. Sin embargo, una idea, una loca idea en realidad, comenzó a germinar en mí. El pensamiento de si habría seres como yo, más allá de los cerros, se convirtió en obsesión. Un día no pude soportar las ansias de averiguarlo, necesitaba compañía, continuar arrastrando la actual existencia en soledad me parecía horrible.
Preparé lo indispensable y un amanecer emprendí el ascenso de la montaña, debería cubrir el mayor trayecto posible antes de caer el sol y buscar refugio para pernoctar. Se aproximaba el invierno, y en esa época, cuando el astro rey se oculta desciende mucho la temperatura y es imposible subsistir sin un reparo adecuado.
Transcurrieron dos jornadas sin novedad y en la tercera, mientras me disponía a acampar, llegó la tormenta. Ahí comprendí cómo debe ser el infierno, no hay palabras capaces de describir el caos, tanto horror… Viento huracanado, diminutas partículas pétreas e infinidad de guijarros erráticos hieren el rostro, mientras esquirlas aguzadas penetran en la carne…
Un buen día, amainó el vendaval, y en esa calma chicha, comenzó a nevar. Pasé varios días literalmente enterrado en una oquedad; no sé cuánto tiempo permanecí allí, casi sin probar bocado, aterido de frío, presintiendo un desenlace fatal inminente. Al fin me arriesgué e inicié el descenso por la ladera opuesta, la marcha se tornó cada vez más lenta, parecía tener los pies atados; mis fuerzas flaqueaban y el espesor de la nieve acumulada contrariaba las ansias de llegar cuanto antes a la base de la cordillera.
Consumidos la mayoría de los alimentos disminuyó notablemente el peso y tamaño de la carga. Las perspectivas ahora eran alentadoras, casi excelentes, mi ánimo también; el sol asomaba con timidez, pero al menos reaparecía tras la tempestad. Hice un alto para reponer energías, y tras comer unas tiras de carne disecada, decidido a explorar los alrededores, llegué hasta el borde del acantilado y miré hacia abajo. Distinguí una diminuta columna de humo lejana y sonreí aliviado. Fascinado por la agreste belleza del paisaje, estudiaba además la ruta más conveniente para bajar.
No advertí el peligro… El mundo se desplomó (era un derrumbe, después lo supe).
Tras una semana inconsciente en el hospital de la aldea, recuperé el sentido. Según el viejo pastor, mientras su nieto recorría la majada me encontró cubierto por tierra y pedruscos; de no mediar ellos, la cosa hubiese sido muy distinta.
Fui interrogado, y, por supuesto, no supe decir quién era, mi procedencia ni ocupación. Visto lo cual, en averiguación de antecedentes, las autoridades policiales me trasladaron incomunicado a la ciudad. Agotadas las instancias identificatorias y no creyendo una palabra de mi relato, decidieron someterme a tratamiento psiquiátrico; como resultado, a los pocos días estaba internado en un instituto para enfermos mentales.
Allí aprendí todo, el nombre y uso de cada cosa, tradiciones, conductas, costumbres de los individuos, etc. Entonces, en base a los apuntes, me dediqué a escribir esto. Por suerte el doctor Brauer me proveyó de lo necesario (la fábrica de papel y útiles de escribir quedaron en la montaña), nunca podré agradecer en debida forma sus atenciones, sólo él me comprende.
En cada sesión con el cuerpo de psiquiatras reiteré mi versión, la misma del diario. Sorprendí a los médicos cruzando miradas cargadas de conmiseración al confirmar mi demencia superlativa. Para ellos y la ciencia yo constituía un caso perdido.
Si bien, según era mi intención, conseguí dar con mis semejantes, resultó imposible integrarme a la sociedad, un imponderable me condenaba a pasar enclaustrado el resto de mis días.
Por fin concluí esta exposición, era hora; presiento cercana e inevitable mi partida. Dejo aquí estricta constancia de mis deseos postreros: “Cuando ya no aliente, quiero ser cremado. Además, solicito al doctor Brauer lleve mis cenizas a la cabaña donde pasé los mejores años de mi existencia y las deposite en su interior, junto a estas páginas.
Debo soslayar –supongo- la consabida frase: “en pleno uso de mis facultades mentales”, sería una incongruencia, ¿no?
Firmo con mi nombre, impuesto por los directivos del instituto, el único conocido por mí; no tuve otro. El Orate”.

Como habrán visto -o leído-, tengo el compromiso moral de cumplir su última voluntad, ¡pobre!, confió a ciegas en mí. En consecuencia, ahora estoy abocado a esa misión…
Consulté al viejo pastor y siguiendo sus indicaciones logré cruzar la montaña, afortunadamente con tiempo óptimo, sin inconvenientes.
Contemplo atónito la morada del Orate, no puedo dar crédito a mis ojos, hasta me pellizqué varias veces… Creí estar sumido en un sueño, vivir una aventura de Las Mil y Una Noches, o habitar un planeta remoto, no mancillado por la planta del hombre… Sobre una piedra usada como mesa por el antiguo morador, deposité el cofre metálico con las cenizas y el diario, testigo gráfico de las increíbles aventuras y desventuras de su autor.
Ante mí se abría un mundo nuevo, fantástico, irreal… Comí los exquisitos “frutos del edificio”, disfruté del lago y sus aguas purísimas y pude observar parte de las trampas utilizadas por el Orate para cazar.
Pasé algunos sustos, no voy a negarlo. Una tarde, como brotado de la nada se materializó un enorme lobo… La sensación de peligro fue instintiva y reaccioné con un gesto violento. El viejo cánido emitió un quejido lastimero y se arrastró hasta quedar echado a mis pies, meneando la cola en señal de sumisión. Solté la carcajada al reconocerlo, el pelo azabache de Guli brillaba bajo los rayos del sol; todavía, después de tantos años, conservaba el collar.
¡Otro sobresalto!
Varias noches me despertó un ruido extraño, como si la tapa del cofre fuese removida. No puede ser, mi imaginación inventa cosas. “¿Me contagié del Orate?”, llegué a pensar. La presencia de Guli me inspiró confianza, con él estaba protegido…
Resolví visitar la famosa nave, un rudimentario plano hallado entre otros papeles señalaba el sitio con toda precisión. Marché más de dos horas a buen paso y cubrí una distancia considerable… empecé a dudar de la veracidad del asunto, si bien los demás detalles coincidían, la cuestión del plato volador debía ser una fantasía creada por su mente enferma.
Desistí de proseguir, me alejaba mucho del campamento y la llegada de la noche fuera de él no me seducía en absoluto. De pronto escuché un suave ronroneo, el sonido de un motor distante, o algo parecido. Creí volverme loco… Detrás de un montículo, a escasa altura y baja velocidad, apareció la astronave. ¡Tomó en línea recta hacia mí!
No sé si predominó el pánico o el asombro… resulta imposible determinar y describir las sensaciones y emociones. El platillo giraba lentamente, sus luces de colores se encendían y apagaban, parecía estar desfilando.
¡Aún faltaba lo mejor…! Guli comenzó a ladrar y saltar, enloquecido… presentía algo. La nave se aproximó y a través de una especie de ventana grande… El Orate, sí, el Orate me saludó risueño e hizo gestos de despedida con los brazos, hasta me pareció ver lágrimas en su rostro… En cuestión de segundos, sin tiempo a devolver el saludo, desaparecieron; él y el platillo.
Guli, el buen Guli, miró hacia el cielo y comenzó a gemir y llorar. Volví solo, el fiel animal prefirió esperar el regreso del amo.
Ingresé a la cabaña en un estado de conmoción terrible, como un autómata, no comprendía lo sucedido.
¡Entonces llegó el golpe de gracia…! Mi intriga y desconcierto se agigantaron.
¡Faltaba el diario…! (Por suerte había guardado esta copia). Vi el cofre destapado; me acerqué presuroso y temeroso a la vez y miré en su interior…
¡Estaba vacío!
En el pozo insondable de la noche, Guli aguarda… El viento cordillerano, eterno trashumante del espacio, transporta los sonidos. Grietas, depresiones y cavernas los multiplican en mil ecos y producen un resultado acústico repetido y amplificado; consecuencia lógica y perfecta de toda proyección geométrica.
Y merced a tan elemental principio físico, cada sima o cima del cordón montañoso percibe la lealtad y el intenso dolor a través de los aullidos lastimeros de un lobo…
¡Sólo un lobo, un simple lobo y su lúgubre lamento…!

Arias, Córdoba, República Argentina

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